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Dialéctica del mestizaje

Historia de México a través de los siglos (1929-1935), mural de Diego Rivera – Palacio Nacional de México
Fuente: Wikipedia

Por Javier Sigüenza*

Mestizaje es un concepto espinoso, polisémico y de una gran densidad histórica, que condensa muchas de las contradicciones y desigualdades sociales, pasadas y presentes, de México, América Latina e incluso de la historia de la humanidad en su conjunto. Aunque ajeno al campo conceptual del marxismo, el término representa un desafío teórico para el materialismo histórico que se plantea la cuestión de la interculturalidad. Entendida ésta no como fruto de una “nueva moda filosófica”, tal como advierte Raúl Fornet-Betancourt, sino como una “demanda de justicia cultural que se viene formulando desde hace siglos en la historia social e intelectual de América Latina” (2004, 14).
Como sustantivo mestizaje está etimológicamente asociado al adjetivo “mestizo”, del latín tardío mixticius, que remite a mestura, mezclar (Corominas 1985, 10). En la Nueva España del siglo XVI, el término mestizo empieza a utilizarse en el habla cotidiana como equivalente de la expresión “hijo de español habido en una india” (Olaechea 1992, 269). Como generalmente los mestizos son concebidos como hijos naturales, debido a la violencia colonial occidental, el vocablo se carga de una connotación peyorativa; por ello, los mestizos son estigmatizados y marginados de la vida política en una formación socioestructural vertical, según criterios de diferenciación socioeconómicos y de origen étnico.
Ahora bien, a principios del siglo XIX, con la Independencia y la posterior conformación de los Estados nación latinoamericanos, el discurso nacionalista en México comienza a vindicar la figura del mestizo. En el problemático y a menudo contradictorio proceso de construcción de una identidad propia e independiente, el mestizaje, a decir de Guillermo Zermeño Padilla, se plantea “como solución a la búsqueda de singularidad de las nuevas naciones frente a la raza blanca europea y norteamericana” (2017, 283).
Esta solución empieza a prefigurarse en el discurso de los libertadores de América. Así, por ejemplo, Simón Bolívar (1783-1830) afirma “No somos europeos, no somos indios sino una especie media entre los aborígenes y los españoles” (1819/1978, 8); o José María Morelos (1765-1815) declara “no se nombran en calidad de indios, mulatos, ni otras castas, sino todos generalmente americanos” (1810/2021, 65). Si bien estos discursos no prescinden aún de los términos “indio” y “criollo”, comienzan a erosionar el “imaginario colonial centrado en las castas” (Zermeño Padilla 2017, 286). Se va conformando entonces la idea de una “identidad nacional que presupone el distanciamiento respecto al pasado colonial y el deseo de un futuro diferente” (284).
Según Agustín Basave Benítez, tras la independencia, en el caso particular de México, surge una corriente de pensamiento que atribuye el desorden social a las “diferencias raciales” de la población, por lo que propone eliminarlas mediante el mestizaje, a fin de construir una nueva identidad nacional. A esta corriente de pensamiento, para la cual “la mezcla de razas y culturas es un hecho deseable” (2011, 13), Basave Benítez la denomina mestizofilia. A diferencia de los Estados Unidos de América, considera, en América Latina ha habido “un verdadero crisol étnico”, por lo que se establece una íntima relación entre el concepto de mestizaje y el de latinoamericanidad; sugiere, por tanto, que la región sea llamada “Mestizoamerica” (17). El mestizaje se vislumbra en dicha corriente como solución a la desigualdad social, si bien las causas materiales de ésta no son reconocidas. La pretensión de superar la desigualdad “racial” por la vía del igualitarismo, que se plasmó en la constitución con la aparición de ciudadanos mexicanos abstractos, no solventa la iniquidad en la realidad social, económica y política, lo que propicia constantes rebeliones de los “indios” en el escenario nacional y genera entre los criollos el temor de que la patria se fragmente y que los levantamientos afecten su intereses de clase (23). Es en este contexto en que surge una sociología histórica que crea la figura del mestizo como sujeto de la mexicanidad. Ante el problema que supone la diversidad “racial” y cultural para la construcción de una nación homogénea, autores como Francisco Pimentel (1832-1893), Vicente Riva Palacio (1832-1896), Justo Sierra (1848-1912) y Andrés Molina Enríquez (1868-1940) hacen del mestizo el “elemento ‘teórico’ de integración de tal diversidad social, racial, política y cultural” (Zermeño Padilla, 2017, 277).

Mientras que Pimentel propone educar al “indio” para que asuma la cultura del “criollo”, olvide sus costumbres, idiomas y religión, y así ambos formen “una masa homogénea, una nación verdadera” (1864, 226), Riva Palacio argumenta que la mezcla racial mejora no sólo al “indio” sino también al “criollo”, cuya mezcla, en la que también se encuentran negros, chinos y filipinos, va dando lugar a los rasgos propios del “mexicano moderno: el mestizo” (1882, 481). Para Sierra el mestizaje permite transformar las opresivas condiciones económicas, alimenticias y educativas de la “raza indígena”, causadas por la conquista y la dominación española, y encarrilar así al país por la “senda del progreso material e intelectual” (1889/1977, 298). Molina Enríquez, por su parte, afirma que los mestizos han de consumar la completa fusión de indígenas, criollos y extranjeros, dando paso a una “raza mestiza” que se desarrollará “con libertad” y no sólo resistirá “el inevitable choque con la raza americana del norte” —reacia a mezclarse con otras razas— sino que incluso la vencerá (1909/ 2016, 414).

En tales propuestas el mestizo es erigido como tipo ideal de la mexicanidad, ya sea imaginado como el nuevo sujeto social que superaría los vicios de sus antecesores (indios y criollos) (Pimentel 1864, 238); idealizado como aquel que se abre paso en la sociedad colonial y está pensando siempre en independizarse de la metrópoli (Riva Palacio 1882, 481);  considerado como el elemento dinámico de la historia nacional (Sierra 1889/1977, 299); o exaltado como aquel que, estando libre de ataduras monárquicas o aristocráticas, de toda dependencia civil, religiosa o tradicional, es el verdadero patriota y fundador de la nacionalidad (Molina Enríquez 1906, 59). Así, el mestizo comienza a constituirse en sujeto privilegiado de la historia nacional.

Estos autores, además, consideran la Guerra de Reforma (1858-1861) —con la que inicia el proceso de secularización de la sociedad mexicana— como un hito histórico clave, en el que los reformadores —liderados por Benito Juárez (1806-1872), abogado y político de ascendencia indígena— son vistos como la imagen prototípica del mestizo (Sierra 1889/1977, 299; Molina Enríquez, 1906, 106). El mestizo pasa así a dominar la escena histórica nacional y asume el papel, a decir de Basave Benítez, del “patriota libertador de un pueblo oprimido” (2011, 33); sublimado como una “figura-ícono”, se lo concibe, como afirma Zermeño, en cuanto “la representación ideal de los valores de la sociedad moderna: un ser dinámico, versátil, emprendedor, alegre, jovial y atrevido, deseoso de ascenso y abierto a toda clase de deseos, precisamente por su falta de raíces; por representar […] a la estirpe de los desheredados o los sin-raíces” (2017, 277).

Años más tarde, José Vasconcelos (1882-1959) confiere al concepto de mestizaje un sentido filosófico universal.  Según la tesis central de su libro La raza cósmica. Misión de la raza iberoamericana (1925), “las distintas razas del mundo tienden a mezclarse cada vez más, hasta formar un nuevo tipo humano, compuesto con la selección de cada uno de los pueblos existentes” (2012, XV); esto crearía en América una nueva “raza”, a la que denomina “la raza cósmica” (35).

De este modo la noción moderna de mestizaje surge en un momento en el cual México, al igual que otros países de América Latina, busca “concebirse como una unidad racial y cultural frente a otras regiones o continentes” (Zermeño Padilla 2017, 262); germina a contrapelo del pensamiento racista decimonónico (Basave Bénitez 2011, 124) y adquiere “un cierto peso reivindicativo de las diferencias raciales y culturales”, en tanto “presupone la abolición de una cierta noción de ‘pureza de sangre’” (Zermeño Padilla 2017, 293). No obstante, la vindicación del mestizo como sinónimo del mexicano moderno, representante de una “nueva raza” y del “surgimiento de un espíritu empresarial y dinámico”, por oposición tanto al indígena, inmerso en su “abatimiento atávico”, como al criollo, empeñado en “conservar sus privilegios” (277), va acompañada, en los autores antes citados, de una representación degradada del indígena, al que se considera “sinónimo de ‘atraso’ y de ‘resistencia al progreso’” (282).

Por eso, entre otras razones, la idea del mestizaje pasa de panacea nacional, y luego universal, a origen de todos los problemas sociales e históricos de México y América Latina: historiadores, antropólogos, latinoamericanistas y sociólogos de la actualidad han cuestionado que la construcción histórica del concepto de mestizaje se haya conformado en detrimento de las identidades indígena, negra y asiática que también lo constituyen y advertido, además, que ni Vasconcelos ni sus antecesores fueron capaces de trascender las teorías racistas, social-darwinistas y la filosofía progresista decimonónicas. Han denunciado igualmente que la promesa ínsita al concepto de mestizaje de disolver las diferencias raciales y sociales no se ha cumplido, sino que éste ha sido usado para encubrir relaciones sociales de explotación, dominación y exclusión, tanto de clase como de raza y género (Navarrete 2020; Moreno Figueroa 2020; Rivera Cusicanqui 2010; Catelli, 2020).

El filósofo marxista Bolívar Echeverría (1941-2010), por su parte, cuestiona igualmente la ideología del mestizaje del nacionalismo latinoamericano —que pretende construir una identidad artificial y homogénea para la nación estatal moderna, aquiescente con la forma capitalista de la modernidad—  y propone repensar la ambivalencia del concepto de mestizaje, a la luz de la dialéctica materialista, la semiótica, la historia de la cultura y la cuestión de la alteridad. Desde esta perspectiva, problematiza que para la ideología nacionalista la fusión de dos culturas —“profundamente contradictorias entre sí” (1995, 72) como la mesoamericana y la ibérica— sea algo ya consumado, que ésta describa el fenómeno del mestizaje valiéndose de las metáforas naturalistas de la mezcla, el injerto o el cruce genético de identidades culturales, lo cual supone una determinación exterior del fenómeno, en el que éste no interviene. Echeverría, en cambio, procura una comprensión del fenómeno “como un acontecer histórico en el que la consistencia misma de lo descrito se encuentra en juego” (73). Esto supone dejar de ver la identidad cultural como una sustancia y verla, antes bien, como un “estado de código” (74), como una “entidad histórica, que al mismo tiempo que determina los comportamientos de los sujetos que la usan o ‘hablan’, está, simultáneamente, siendo hecha, transformada, modificada por ellos” (ibíd.). Desde esta perspectiva, el mestizaje no puede explicarse ni bajo la “figura química”, como una “yuxtaposición de cualidades” de dos o más identidades culturales, ni bajo la figura “biológica” (1998, 51), que lo concibe como una combinación de las mismas. Se trata más bien de un “proceso semiótico” e histórico, no armónico sino belicoso, al cual denomina codigofagia: “Las subcodificaciones o configuraciones singulares y concretas del código de lo humano no parecen tener otra manera de coexistir entre sí que no sea la del devorarse las unas a las otras” (51s.). Con esta resemantización del concepto de mestizaje, Echeverría busca hacer visibles los conflictos sociales, tanto históricos como actuales, así como las diversas formas de resistencia de los dominados a la tendencia homogeneizante, tanto material como cultural, de la modernidad capitalista.

Echeverría define la cultura como “el momento autocrítico de la reproducción que un grupo determinado, en una circunstancia histórica determinada, hace de su singularidad concreta; es el momento dialéctico del cultivo de su identidad” (2001, 187). Esto implica no sólo la conservación de una identidad, sino sobre todo poner en juego tal identidad en el encuentro con otras, lo cual puede realizarse en términos de exterioridad y dominio como en términos de interioridad y reciprocidad. En la historia de las muchas culturas humanas “cada forma social, para producirse en lo que es, ha intentado ser otra”, cuestionándose a sí misma, aflojando la “red de su código en un doble movimiento: abriéndose a la acción corrosiva de las otras formas concurrentes y, al mismo tiempo, anudando según su propio principio el tejido de los códigos ajenos” (189). La historia de la cultura, por tanto, puede concebirse como la historia del mestizaje (codigofagia); un proceso belicoso en el que los vencidos no aceptan pasivamente el código de los vencedores, sino que lo transforman con los restos de su propio código destruido.

A propósito de la conquista y el colonialismo de América Latina, Echeverría pasa el cepillo a contrapelo de la historia de los vencedores, al dirigir su mirada dialéctica hacia la vida urbana del México del siglo XVII y XVIII para mostrar que son los dominados los principales incitadores y ejecutores del proceso de codigofagia a través del cual “el código de los dominadores se transforma a sí mismo en el proceso de asimilación de las ruinas en las que pervive el código destruido” (1998, 54s.). Desde esta perspectiva, el mestizaje no es entendido pues como diálogo o encuentro entre culturas, sino como estrategia de supervivencia y resistencia frente a la empresa destructiva y bárbara de la colonización, frente a la política del apartheid que “la Corona impulsa desde arriba” (2006, 244), como afirmación desde abajo de la realidad de una combinación civilizatoria y de la creación de una tercera entidad civilizatoria mediante el “juego de ‘codigofagia’ entre el código de los conquistadores y el de los conquistados” (ibíd.).

En este sentido, Echeverría redime la figura histórico-mítica de la Malinche (Malintzin, Malinalli), una joven indígena, que hablaba náhuatl y maya con fluidez, que los españoles recibieron como regalo en 1519 y que se convirtió, junto con Gerónimo de Aguilar, en la intérprete del conquistador Hernan Cortés (1485-1547), por lo que jugó un papel decisivo en la conquista de Mexico-Tenochtitlán (Todorov 1998, 108; Rinke  2021, 73-75). Este fue el motivo por el que Malintzin fue convertida por parte del nacionalismo mexicano del siglo XIX en la representación de la traición. Echeverría, en cambio, reconoce en ella una particular respuesta al “problema de la identidad social concreta en medio del proceso de universalización de lo humano” (2019, 16); una respuesta que, a diferencia de la que se “genera espontáneamente en el escenario del mercado: la del apartheid de las identidades, de la tolerancia y la indiferencia ante lo otro” (2019, 16), consiste en “un rebasamiento de la tolerancia que lleva a la identidad de cada quien a meterse con la otra en términos de igualdad, para devorarla al mismo tiempo que se deja devorar por ella” (ibíd.).

En la encrucijada del conflicto de todas las culturas, es decir, “en el terreno en el que toda comunidad […] percibe la necesidad ambivalente del Otro, su carácter de contradictorio y complementario, de amenaza y de promesa” (28), la figura de Malintzin, sugiere Echeverría, nos recuerda “que la mezcla es el verdadero modo de la historia de la cultura y el método espontáneo, que es necesario dejar en libertad” (27). En el contexto actual de la crisis generalizada de la forma capitalista de la modernidad, que tiende a la unificación y homogeneización tecnológica del proceso de trabajo a escala planetaria, al disciplinamiento y a la uniformización de la diversidad constitutiva de las identidades humanas, pasadas y presentes, la ambivalencia constitutiva del proceso del mestizaje cultural —tal y como ha sido resemantizado por Echeverría— en la historia de América Latina sugiere la posibilidad, aunque aún de forma reprimida, de una modernidad alternativa, no capitalista. Así, en contraposición al discurso de la multiculturalidad y de la tolerancia, el mestizaje cultural supone el reto de “transformarnos realmente y sin límites los unos a los otros” (2006, 246).

 

Javier Sigüenza es doctor en filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM); investigador posdoctoral del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CEIICH) y profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Cursó estudios en filosofía en la Universidad Complutense de Madrid; realizó estancias de investigación en Alemania en la Freie Universität Berlin y en la Albert-Ludwigs Universität Freiburg. Ha sido tutor de 17, Instituto de Estudios Críticos. Desde 2007 es miembro del Seminario Universitario Modernidad: versiones y dimensiones de la UNAM. Junto con David Graff y Lukás Böckmann, compiló y publicó el libro Für eine Alternative Moderne. Studien zu Krise, Kultur und Mestizaje (Berlín, 2021). Además, creó y administra la página web de Bolívar Echeverría (http://bolivare.unam.mx/), que tiene como objetivo la difusión y el fomento de la recepción crítica de su obra. En sus investigaciones se ha ocupado del discurso crítico de Bolívar Echeverría, la actualidad de la teoría crítica y su recepción  en América Latina, así como del proyecto estético-político de la Internacional Situacionista.

* Este texto fue elaborado durante su estancia posdoctoral como becario en el Programa de Becas Posdoctorales en la UNAM, en el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades. Asesor Dr. Jose G. Gandarilla.

El autor agradece a Victor Strazzeri y Carola Pivetta sus invaluables sugerencias para la elaboración de este texto.

 

Bibliografía:

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S. Rivera Cusicanqui, Violencias (re)encubiertas en Bolivia, La Paz 2010;

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T. Todorov, La conquista de América: el problema del otro. Trad. de F. Botton Burlá. México D.F. 1998;

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